Federico González
Ya lo sabemos: los hilos de la fatalidad son inexorables. Y
sus leyes, inescrutables.
También lo sabemos: la muerte inesperada de una persona
joven y vital genera estupor, impotencia, dolor y sin sentido.
Para quien escribe estas líneas, la triste partida de la
entrañable Débora Pérez Volpin confirma y desmiente algún saber establecido.
Confirma que las personas solemos establecer vínculos
emocionales intensos con personas ajenas a nuestro círculo de relaciones
primarias. Débora formaba parte de la cotidianeidad de muchos argentinos. Ella
nos despertaba con cariño y alegría. Débora sabía ejercer el arte de las palabras simples que son caricia:
“¡Arriba argentinos!, “¡Arriba los remolones!” “¡Arriba, abran los ojitos!
El fallecimiento de Débora confirma aquello que también
sabemos pero nos cuesta recordar: en el fondo del paisaje mundano habitan muchas
personas a quienes queremos con intensidad, aunque no terminamos de advertirlo
plenamente. Acaso sea por eso que la muerte inesperada de eso seres especiales
convierte en figura lo que no alcanzábamos en disfrutar en su plenitud. Sucede que miramos sin ver demasiadas cosas.
Hasta el cariño anónimo que nos une a tantos seres. Quizás estos sean ecos de
aquella sentencia de John Lennon: la vida es eso que nos pasa mientras hacemos
otros planes.
Pero la partida de Débora también desmiente una representación
social repetida hasta el hartazgo: “todos los políticos son malos porque la
política es ajena a la virtud”
Creo que Débora Pérez Volpin era una clara excepción de esa
regla. Es una pena que no
hayamos podido disfrutarla. El tiempo suele ser tirano y crueles las
veleidades del azar. Entonces los argentinos que despertaba Débora con alegría y optimismo ya no
podremos asistir a ese aire fresco que habría traído a la política.
Tuve la suerte de ser entrevistado telefónicamente por ella
en dos ocasiones. Sentí lo
mismo que sentíamos tantos: cordialidad, inteligencia, frescura, alegría.
Débora
tenía el don que tienen pocos elegidos: transmitía la alegría contagiosa.
Te hacía sentir a gusto. Como si ya te conociera de toda la vida. No escatimaré
calificativos: Débora era
luminosa.
En política
Débora Pérez Volpin era una promesa. Seguramente se habría destacado en
ese ámbito con la misma impronta con que se hizo querible para el público. Su integridad y pasión se notaban
a la legua. Su actitud y pensamiento constructivo se avizoraban como un sello
definitorio en una jungla donde el insulto y la chicana son moneda corriente.
¡Qué pena haberla perdido!
Quizás el valor de una persona también se expresa en los
testimonios. Hoy pudimos asistir a tantas palabras hermosas y emotivas con que
compañeros de trabajo y tanta gente honraron la despedida de Débora. Tan
emotivas como el llanto desconsolado y la prodigalidad de cariño expresados por
Martín Lousteau, su compañero político. Tan emotivas como el tweet de quien
expresó que, a lo largo de su vida, Débora
la despertó cariñosamente tantas veces como su misma madre.
También pudo asistirse a alguna de las últimas palabras de
Débora. Para la política me quedó con esta frase: “No está bueno quedarse con la crítica y la queja,
prefiero recorrer los barrios llevando propuestas”
Cuando escuché la respuesta de Débora a la pregunta sobre
cómo querría ser recordada, evoqué inmediatamente a Antonio Porchia, aquel
poeta sabio y sensible que nos conmovió con sus “Voces” y que sentenció con
elocuencia: “Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo”
Débora, con la simpleza profunda que la caracterizaba se
limitó a responder que deseaba ser recordada “como una buena persona”
Querida Débora, donde quiera que estés, estarás descasando
en paz: millones de
argentinos a quienes despertaste tantas mañanas con dulces y amorosas palabras,
te recordaremos con cariño y alegría.